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La edad sí tiene fronteras

Desde el salón grande, abierto, cálido y luminoso de una residencia de mayores contemplo un patio que desde el punto de vista de los espacios tal y como lo concebimos en las grandes urbes, es enorme, y tras las cristaleras veo pasar la tarde de un invierno que se recoge pronto como los habitantes de esta casa. También llegan y se van, pájaros que recogen algunas migas o se pillan algún insecto entre la hierba.

Ellos miran sin cesar, como yo, al horizonte, como queriendo escapar en el tiempo a otras fechas y otros lugares. Entraron en esta residencia con unas mochilas llenas, eso que llaman bagaje, carros de dignidad, también ese espacio donde caben las alegrías, los momentos, los fracasos, los sueños rotos, las esperanzas y los gajos de fruta en los descansos de una tarea tediosa y atacada. Cuando llegas, les saludas, les miras, preguntas aunque sea por el tiempo que hace en el exterior, ... cómo agradecen que respetemos su carga, que les ayudemos a transportar sus sueños, a mirar con ellos, al fin, todos, con suerte, con mucha suerte terminamos igual, sentados a contemplar la caída de esa larga travesía de la vida. La rutina de estos centros, si no se controla, puede ser algo fastidioso. No es fácil que todos los empleados se impliquen más allá de sus obligaciones laborales, pero sé que muchos lo hacen, y se ha de reconocer.
Mientras,  pasa la tarde  y los visitantes, no escatiman sonrisas, saludos y adioses con un deje  un poco triste, tal vez nos veamos pronto.

La edad sí tiene fronteras, también las tiene el amor. Un día, sin saber por qué, una decisión familiar, una necesidad, un accidente... nos hace ingresar en un centro para mayores. La configuración es sencilla: una habitación humilde, las pertenencias más básicas, alguna foto familiar, un libro de recuerdo, una joya de poco valor, la ropa que tanto apego tiene y poco más. Te asignan un buen compañero, tienes sus ratos, sus silencios, sus ruidos,  pero hay buen rollo, casi siempre hay serenidad, resignación... Hay también una gran ventaja, y es que no tienes por qué quedar bien con nadie. La hipocresía quedó fuera, ahora uno se siente limpio y no teme decirle a su interlocutor, aunque sea un ser familiar, cercano, un empleado,  la simple verdad a la cara. Piensa -nos toman por tontos-, pero por viejos no hemos renunciado a la capacidad de entender el interés por despellejar tus últimos valores mentales, espirituales o materiales por parte de algunos parientes. Uno desvaría, pero en su torpeza, tal vez tenga buena luz por dentro.

Con Amparo, mi madre, en Villadiego
También, cómo no, acuden las personas más generosas, las que nunca abandonan y menos cuando hay necesidades tan vitales como la de regalar un  poco de tiempo para compartir, para mirarse, para hablar, para escuchar. Los abrazos valen el doble, las despedidas duelen el doble. Decir adiós es como en los viejos tiempos en aquella estación donde el dolor de la emoción empañaban tus ojos y el mismo pañuelo que te sirvió para decir adiós, secó las emociones, porque siempre dudas del regreso.

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