
Había ido al “chicharrillo”. Cada domingo lo mismo, una orquesta en el templete restaba humedad al margen izquierdo de la ría. Erandio a las 7 de la tarde el tren te deja a un paso del baile. La orquesta se hace eco de las canciones de moda y hábitos que aún no han roto las viejas costumbres: se baila agarrado y eso es un problema para los tímidos, más para los adolescentes. Se sentaron en las piedras y los mayores bailan, hablan, hablan y bailan. Tres jóvenes estudiantes, ajenos a las palabras, deciden “sacar a bailar”, como casi siempre sin éxito. Ellas están deseando, pero hay un cierto pudor, miradas cómplices entre sus amigas y sus papás que vigilan y auscultan el ambiente. No hay peligro. Cuando deciden dar el sí, el contacto dura un silencio y justo la orquesta termina su pieza. No pueden continuar el siguiente baile esperando, mirándose uno a otra, no salen las palabras ¿de dónde eres? ¿Cómo te llamas?... y ella se va corriendo. El chico se hace el despistado, busca en el bolsillo una duda y no encuentra a sus compañeros, se refugia en la esquina opuesta. Las miradas huyen y se encuentran en el bullicio que engulle la emoción del encuentro adolescente. La siguiente canción probaremos otra, pero el éxito de cada tarde se reduce a una sola oportunidad y sabe perdido ¡Para siempre! al menos en esa tarde de domingo. Se hace la hora de regreso, en el colegio antes de las 8. El tren para a las puertas de la plaza y suben de zancada mientras la mirada busca la chica del vestido azul claro y el lazo blanco y justo cuando el tren camina sus ojos se encuentran y traspasan el universo acarreando un sueño en el vagón. En la retina, le acompaña esa imagen que se disipa justo al regresar el domingo siguiente y encontrar el “espacio vacío” de aquella mirada que le perseguirá para siempre.
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